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El suicidio asistido significa proporcionar a una persona, de manera deliberada e intencional, los medios para que se suicide.
Significa que los médicos les darían a los pacientes sobredosis letales de medicamentos para que puedan acabar con su vida.
En 1994 los votantes de Oregón, Estados Unidos, aprobaron la “Ley de Muerte Digna” que transforma el delito de asistencia al suicidio en un “tratamiento médico”. En los años siguientes se propusieron leyes similares en más de veinte estados. Todas y cada una de ellas fracasaron, hasta que en noviembre de 2008 los votantes del estado de Washington aprobaron una ley prácticamente idéntica a la de Oregón.
Oregon es uno de los cinco estados en EEUU donde la muerte con dignidad es legal.
Frases engañosamente tranquilizadoras como “muerte digna” y “ayuda para morir” les dieron a algunas personas la impresión de que estaban votando a favor de cuidados compasivos, un mejor control del dolor, y el derecho a prescindir de tratamientos médicos no deseados y excesivamente gravosos.
Hoy en día, un farmacéutico en Oregon o Washington puede dispensar una prescripción letal, acompañada de instrucciones de tomarla con un refrigerio ligero y alcohol para causar la muerte. Y el seguro de salud puede cubrir el costo del medicamento indicado.
Las preocupaciones sobre los costos de la atención médica y la incertidumbre financiera general, junto con los graves debates sobre la limitación de la asistencia médica a los ancianos, están llegando a un punto de ebullición. Si se agrega el suicidio asistido al caldero, el resultado final puede ser doblemente mortífero.
El hacer del suicidio asistido un tratamiento médico le otorga el rango de una más entre las muchas opciones de tratamiento para ciertos problemas de salud.
En cuanto a la relación costo-efectividad, el suicidio asistido difiere de otros tratamientos en un aspecto fundamental. Es sumamente económico y siempre lo puede cubrir el seguro de salud.
La fuerza de la gravedad económica puede llevar a que los pacientes se sientan más presionados a solicitar el suicidio asistido, y los médicos a indicarlo. Algunos pacientes en Oregón ya se han encontrado con esa realidad.
En mayo de 2008, el médico le dio una mala noticia a Barbara Wagner, de 64 años, conductora de autobuses escolares jubilada. El cáncer, que durante dos años había estado en fase de remisión, había vuelto.
Pero también le dio una buena noticia. El médico le dio una receta para un medicamento que, según le dijo, probablemente retrasaría el desarrollo del cáncer y le alargaría la vida. Wagner se sintió aliviada por la noticia, y la tranquilizó el hecho de tener cobertura de asistencia médica por el Plan de Salud de Oregon (OHP, sigla en inglés).
Le avisaron por carta que el OHP no cubriría el costo del medicamento contra el cáncer que le habían recetado. Pero la carta iba más lejos. También le informaba que, aunque no cubriría el medicamento recetado, sí cubriría todos los costos de un suicidio asistido.
Este caso solo se supo porque ella se lo contó a un canal de televisión local de Oregón. Wagner dice que le dijo a OHP:
“¿Y ustedes quién se creen? ¡Están diciendo que pagarán lo que cueste mi muerte, pero que no pagarán para que tal vez pueda vivir más tiempo!”.
El de Wagner no era un caso aislado. Otros pacientes recibieron cartas parecidas. Después del escándalo público por la historia de Wagner, un vocero de OHP dijo que las cartas fueron un grave error de relaciones públicas. Dijo que en el futuro los funcionarios del seguro “tomarán el teléfono y conversarán” para evitar que la decisión quede por escrito.
Pero muy pronto sus esperanzas se hicieron añicos.
Tanto las leyes de Oregón como las de Washington limitan el suicidio asistido a adultos con enfermedades terminales, en pleno uso de sus facultades mentales y que deben poder administrarse a sí mismos los medicamentos letales.
Pero la autonomía personal y el poner fin al sufrimiento fueron las dos razones principales que se dieron originalmente para permitir el suicidio asistido.
Esas razones, por sí mismas, requieren lógicamente que la práctica no se limite a los adultos con enfermedades terminales, en pleno uso de sus facultades mentales y que por casualidad sean capaces físicamente de administrarse los medicamentos.
Eso es lo que le estaremos dejando a la próxima generación si no impedimos ahora mismo la propagación del suicidio asistido.
Muchas personas en Oregón y Washington, incluyendo las que votaron a favor de la ley de “muerte digna”, no tenían la menor idea de sus implicaciones.
Todos debemos ayudar a que los demás comprendan lo que la legalización del suicidio asistido realmente significa. Esa es la única forma de poder impedir su propagación.
Debemos trabajar para impedir que el suicidio asistido se vuelva la forma estadounidense de morir. No solo nuestra vida sino también la de nuestros hijos y nietos dependen de ello.
Última actualización: [20/03/2024]
Esta publicación fue modificada por última vez el 20/03/2024 08:21
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